domingo, 13 de octubre de 2013

Ego Te Absolvo.





             



             Rosa  hacía años que no pisaba una iglesia. No era  creyente a pesar de haberse  criado en un colegio de monjas y  con diez años había querido ser mártir y misionera para irse  a África a cuidar niños. Pero la fiebre religiosa se le pasó en el momento en que descubrió el instituto mixto y  los  largos recreos de magreo en el patio con Carlos, Pablo, con los repetidores  y un sinfín de tardes de ejercicios de lengua y de física en casa de sus compañeros de clase.   Pero todo eso cambió en el momento en que su amiga Luz le pidió que la acompañase en el día más importante de su vida siendo  testigo en su boda. Rosa no pudo negarse aunque sabía que le saldría sarpullido nada más cruzar el portón de la iglesia. Se casaban en el pueblo, en la iglesia de toda la vida donde Don Anselmo oficiaba las misas cuando eran pequeñas. Rosa se asqueaba  al pensar que volvería a ver al viejo calvorota.  Recordaba  que el tono de su piel era sonrosado y brillante como el de un lechón. La sotana  le cubría su enorme barriga cebada a base de las comilonas en casa de sus feligreses. Parecía que los botones estuvieran a punto de explotar. Don Anselmo era un cura cabrón, con muy mala hostia.  Le encantaba que las niñas le besaran la mano al comienzo de las clases de catequesis y a quien no lo hiciera le daba con el nudillo en la cabeza o un retorcijón de oreja hasta dejarla púrpura.

Al entrar en la iglesia el olor a incienso le revolvió el estómago. Miraron hacia los lados y aparte de alguna vieja murmurando  no encontraron a Don Anselmo. En el suelo se reflejaban los colores de las cristaleras que daban un tono cálido al mármol blanco de las columnas y al fondo,  las velas puestas a Santa Rita iluminaban uno de los rincones. Se sentaron en los primeros bancos cerca del altar, pero el cura no aparecía por ningún lado. Después de media hora de retraso, oyeron  el inconfundible chirrido de la puerta de la sacristía pero  al cerrarse, no apareció el  gordo que esperaban.  Era Don Miguel, el nuevo. Les pidió disculpas por el retraso, el cura anterior se había jubilado y él aún estaba instalándose. Don  Miguel era un hombre joven, y atractivo, moreno con el pelo ondulado, un gracioso hoyuelo, peinado con la raya hacia un lado, un cura moderno, que un desamor  lo había hecho meterse a estudiar Teología para luego  ordenarse sacerdote, o eso era lo que a Luz le había contado su madre cuando le dijo que se casaba en el pueblo. Las feligresas estaban encantadas con el cambio.
 Don Miguel saludó a las chicas y les ofreció café mientras les contaba cómo sería la ceremonia: Dónde irían las flores, el coro,  el cuarteto de cámara, los invitados del novio,  los de la novia… Mientras hablaba, Rosa no podía apartar sus ojos del cura. Aquellos labios carnosos, aquellas manos  moviéndose en el aire explicándolo todo, le hacían preguntarse por qué habrían abandonado el calor de la carne por una vida espiritual  dedicada al servicio de Dios.
      Luz se emocionaba pensando en su día y lo bien que quedarían las fotos de familia en aquel pequeño altar del siglo XVIII.  Después de las explicaciones pertinentes el cura le dijo que tenía que entrevistar a los testigos, tomarles los datos, etc. Rosa accedió.
Ya en el despacho, Rosa miraba los libros de la estantería, los cuadros de santos y mártires colgados en la pared y vio que había uno de Santa Rosa de Lima. Sonrió. Don Miguel le pidió el DNI y le hizo una serie de preguntas sobre  su religión, la pareja y si ambos se casaban por consentimiento mutuo. Todas las respuestas fueron satisfactorias.
El último requisito era que debía confesarse. A  Rosa no le quedó más remedio, todo por su amiga Luz.  La confesión sería al día siguiente.  Llegó a la iglesia temprano, no quería que aquello le llevase todo el día, quería volver pronto a la ciudad. Era sábado y los bares serían un hervidero de cuerpos sudorosos. 
La iglesia estaba en penumbra y en el reclinatorio había una señora con mantilla asida a un rosario. El confesionario estaba ocupado. Esperó mientras le echaba una moneda a Santa Rita y vio cómo se encendía una de las velitas. Deseo cumplido.
Se arrodilló mientras pensaba a quién se le había ocurrido semejante artilugio. Aparte de confesar tus pecados, tus rodillas sufrirían el dolor de la dureza de la madera. Mayor penitencia.   La ventanita  se abrió y a través de la rejilla escuchó:- Ave María Purísima…-
Se le había olvidado qué seguía,  y no tenía ni idea de qué contarle a aquel desconocido porque para ella la religión no era más que  una mentira muy gorda, así que empezó a contarle al cura todo lo que había hecho desde su última confesión y de eso  ya habían pasado unos cuantos años. Le habló de las veces que  había mentido para quedar bien,  del patio del instituto, de la vez que se enrolló con el novio de su amiga Marga aunque fue él quien la llamaba y buscaba. De los veranos en casa de su tío Manuel, que no era su tío. Mientras recordaba esto  empezó a empaparse. Entonces fue cuando el cura soltó un tímido gemido. Algo que la excitó más. Siguió contando pecados mientras al otro lado los gemidos del cura eran más audibles. Se levantó y abrió la puertita del confesionario.  Cuál fue su sorpresa  al encontrarse a Don Miguel con la sotana subida, los pantalones por los tobillos y su enorme y  v durísima verga en la mano.  Ni lo pensó, se arremangó la falda y como pudo se metió dentro del confesionario. A horcajadas encima del cura, lo cabalgó mientras éste le apretaba los pezones. Y sentía cómo aquel coño le engullía la polla. Debido a la estrechez del sitio las rodillas de Rosa  rozaban con la madera seca  de las pequeñas paredes y la fina piel se levantaba casi sangrando Pero aquel dolor era placentero, no podía parar. Aquella verga era católica, apostólica y romana y el cura sabía cómo manejarla. 
No hacía más que llamar a dios, gemir su nombre pero éste nunca apareció. Si hubiera aparecido le hubiera propuesto un trío.  Rosa estaba en el cielo y Don Miguel en el infierno…
Se abrió la puertecita. Se recolocó la falda, el pelo y  salió del confesionario. Don Miguel sólo dijo: -Ego te absolvo-. ..Rosa caminó por uno de los pasillos laterales iluminada por la colorida vidriera y se dirigió a la puerta. No sin antes meter sus dedos en la pila del agua bendita y santiguarse.