Se había despertado con la pesadumbre de
todas las mañanas. Además era lunes y ya se sabe cómo vienen los lunes, con esa
especie de calma chicha, aderezada además, porque el día anterior se había
despedido de Thomas en el aeropuerto.
Tenía que seguir con su vida, su rutina después de haber pasado tres
semanas casi tocando el cielo. Intentó desayunar algo pero se le quemaron las
tostadas pensando en Thomas y metió la manga de su bata japonesa dentro del
café. ¡Joder!...
Se fue directa a la ducha, a ver si así espabilaba.
Cogió la pastilla de jabón de lima que Thomas le había comprado en aquel
mercadillo mientras visitaban juntos la parte vieja de la ciudad. Empezó a masajearse
el cuerpo. Comenzó por el cuello, bajó por el pecho y ya no era ella quien se
enjabonaba. Los dedos de Thomas la
acariciaban suavemente. El vapor del agua llenaba el baño, y aquellos dedos
largos la excitaban cada vez más. Una de las manos fue directa a la vagina y se
acarició pensando en aquel chico irlandés de ojos profundos con el que el sexo
en la ducha era bestial. Cogió la alcachofa y abrió el grifo al máximo y lo
llevó directamente a su clítoris, mientras los chorrillos de agua golpeaban al
unísono, moviendo las caderas hacia delante y atrás y la piel se le erizaba de
placer como si él la agarrara por la espalda.
Sintió el frío de los azulejos en sus pezones mientras relamía el vapor
de la pared disfrutando e intentando no
gritar y que la oyeran los vecinos por el patio interior pero no pudo
remediarlo y gritó: ¡¡Thomas!!...
A media
tarde salió a dar una vuelta con Marga y Elena para despejar la mente. Llegaron
a una terraza del centro. Se sentaron,
encendió un cigarro pero andaba distraída pensando . Marga le miró el culo con
disimulo al camarero. Cuando se acercó
pidieron algo de comer, cerveza, un tinto de verano pero seguía ensimismada intentando olvidar. Así que
Elena le puso la mano en el brazo
y le dijo:
Rosa hacía años que no pisaba una iglesia. No era creyente a pesar de haberse criado en un colegio de monjas y con diez años había querido ser mártir y
misionera para irse a África a cuidar
niños. Pero la fiebre religiosa se le pasó en el momento en que descubrió el
instituto mixto y los largos recreos de magreo en el patio con
Carlos, Pablo, con los repetidores y un
sinfín de tardes de ejercicios de lengua y de física en casa de sus compañeros
de clase. Pero todo eso cambió en el
momento en que su amiga Luz le pidió que la acompañase en el día más importante
de su vida siendo testigo en su boda. Rosa
no pudo negarse aunque sabía que le saldría sarpullido nada más cruzar el
portón de la iglesia. Se casaban en el pueblo, en la iglesia de toda la vida
donde Don Anselmo oficiaba las misas cuando eran pequeñas. Rosa se
asqueaba al pensar que volvería a ver al
viejo calvorota. Recordaba que el tono
de su piel era sonrosado y brillante como el de un lechón. La sotana le cubría su
enorme barriga cebada a base de las comilonas en casa de sus feligreses.
Parecía que los botones estuvieran a punto de explotar. Don Anselmo era un cura
cabrón, con muy mala hostia. Le encantaba
que las niñas le besaran la mano al comienzo de las clases de catequesis y a
quien no lo hiciera le daba con el nudillo en la cabeza o un retorcijón de
oreja hasta dejarla púrpura.
Al entrar en la iglesia el
olor a incienso le revolvió el estómago. Miraron hacia los lados y aparte de
alguna vieja murmurando no encontraron a
Don Anselmo. En el suelo se reflejaban los colores de las cristaleras que daban
un tono cálido al mármol blanco de las columnas y al fondo, las velas puestas a Santa Rita iluminaban uno
de los rincones. Se sentaron en los primeros bancos cerca del altar, pero el
cura no aparecía por ningún lado. Después de media hora de retraso, oyeron el inconfundible chirrido de la puerta de la
sacristía pero al cerrarse, no apareció
el gordo que esperaban. Era Don Miguel, el nuevo. Les pidió disculpas
por el retraso, el cura anterior se había jubilado y él aún estaba
instalándose. Don Miguel era un hombre
joven, y atractivo, moreno con el pelo ondulado, un gracioso hoyuelo, peinado
con la raya hacia un lado, un cura moderno, que un desamor lo había hecho meterse a estudiar Teología
para luego ordenarse sacerdote, o eso
era lo que a Luz le había contado su madre cuando le dijo que se casaba en el
pueblo. Las feligresas estaban encantadas con el cambio.
Don Miguel saludó a las
chicas y les ofreció café mientras les contaba cómo sería la ceremonia: Dónde
irían las flores, el coro,el cuarteto
de cámara, los invitados del novio,los
de la novia… Mientras hablaba, Rosa no podía apartar sus ojos del cura.
Aquellos labios carnosos, aquellas manosmoviéndose en el aire explicándolo todo, le hacían preguntarse por qué
habrían abandonado el calor de la carne por una vida espiritualdedicada al servicio de Dios.
Luz se emocionaba pensando
en su día y lo bien que quedarían las fotos de familia en aquel pequeño altar
del siglo XVIII. Después de las
explicaciones pertinentes el cura le dijo que tenía que entrevistar a los
testigos, tomarles los datos, etc. Rosa accedió.
Ya en el despacho, Rosa
miraba los libros de la estantería, los cuadros de santos y mártires colgados
en la pared y vio que había uno de Santa Rosa de Lima. Sonrió. Don Miguel le
pidió el DNI y le hizo una serie de preguntas sobre su religión, la pareja y si ambos se casaban
por consentimiento mutuo. Todas las respuestas fueron satisfactorias.
El último requisito era
que debía confesarse. A Rosa no le
quedó más remedio, todo por su amiga Luz.
La confesión sería al día siguiente. Llegó a la iglesia temprano, no quería que
aquello le llevase todo el día, quería volver pronto a la ciudad. Era sábado y
los bares serían un hervidero de cuerpos sudorosos.
La iglesia estaba en
penumbra y en el reclinatorio había una señora con mantilla asida a un rosario.
El confesionario estaba ocupado. Esperó mientras le echaba una moneda a Santa
Rita y vio cómo se encendía una de las velitas. Deseo cumplido.
Se arrodilló mientras
pensaba a quién se le había ocurrido semejante artilugio. Aparte de confesar
tus pecados, tus rodillas sufrirían el dolor de la dureza de la madera. Mayor
penitencia. La ventanita se abrió y a través de la rejilla escuchó:-
Ave María Purísima…-
Se le había olvidado qué
seguía, y no tenía ni idea de qué
contarle a aquel desconocido porque para ella la religión no era más que una mentira muy gorda, así que empezó a
contarle al cura todo lo que había hecho desde su última confesión y de
eso ya habían pasado unos cuantos años.
Le habló de las veces que había mentido
para quedar bien, del patio del
instituto, de la vez que se enrolló con el novio de su amiga Marga aunque fue
él quien la llamaba y buscaba. De los veranos en casa de su tío Manuel, que no
era su tío. Mientras recordaba esto
empezó a empaparse. Entonces fue cuando el cura soltó un tímido gemido.
Algo que la excitó más. Siguió contando pecados mientras al otro lado los
gemidos del cura eran más audibles. Se levantó y abrió la puertita del
confesionario. Cuál fue su sorpresa al encontrarse a Don Miguel con la sotana
subida, los pantalones por los tobillos y su enorme y v durísima verga en la mano. Ni lo pensó, se arremangó la falda y como
pudo se metió dentro del confesionario. A horcajadas encima del cura, lo
cabalgó mientras éste le apretaba los pezones. Y sentía cómo aquel coño le
engullía la polla. Debido a la estrechez del sitio las rodillas de Rosa rozaban con la madera seca de las pequeñas paredes y la fina piel se
levantaba casi sangrando Pero aquel dolor era placentero, no podía parar.
Aquella verga era católica, apostólica y romana y el cura sabía cómo
manejarla.
No hacía más que llamar a
dios, gemir su nombre pero éste nunca apareció. Si hubiera aparecido le hubiera
propuesto un trío. Rosa estaba en el
cielo y Don Miguel en el infierno…
Se abrió la puertecita. Se
recolocó la falda, el pelo y salió del
confesionario. Don Miguel sólo dijo: -Ego te absolvo-. ..Rosa caminó por uno de
los pasillos laterales iluminada por la colorida vidriera y se dirigió a la
puerta. No sin antes meter sus dedos en la pila del agua bendita y santiguarse.
Había salido como cualquier otro fin de
semana a romper la noche, a cazar. Hablaba distendidamente con todo el mundo,
bebía, bailaba. Entonces
se fijó en ella. La recorrió con la mirada mientras ella hablaba con su amigo y mostrando su mejor sonrisa le dijo:
-¿Tú no vienes mucho por aquí no?-.
- A veces…-
Ella lo miró y le pareció que tenía cierto
aire a un actor famoso. Eso, o que tenía unas cuantas copas encima. Siguieron conociéndose,
hablando, bebiendo… Hasta que las lenguas se entrelazaron.
-¡¡Quiero devorarte, comerte entera,
ggrrrrr!!-
-¡Pues hazlo!-.
Siguió
besándola, mordiéndole el cuello, le apretaba los pechos con tal furia que creía
que se los iba a arrancar. Ella gemía en mitad de la calle.
-Vamos a mi casa…Pero hay un pequeño problema,
vivo con mi madre…
- Me da igual, preséntame como a un amigo que
no tiene dónde dormir, ¡Siempre cuela!-.
Cogieron un
taxi y media hora más tarde ya estaban follando en su cama. Tenía que taparle
la boca para que su madre no lo escuchase desde la habitación de al lado.
-Ya verás, mañana te presentaré a mamá,
es un encanto y cocina de maravilla. Hace unas albóndigas de morirse- Yo no sé
qué tendrá la receta pero…-
- ¿Presentarme a tu madre? ¿Estás loca?
Yo he venido aquí a follar y punto, ¿no te jode?¡¡ja,ja,ja,ja!!, presentarme a
la madre, dice!! Y querrás que nos casemos y que tengamos críos ¿no?, Claro, la
señorita lo quiere todo…-
-Eres un cabrón como todos, quieres lo
mismo que todos, meterla y si te he visto, no me acuerdo, ¿verdad?... Te traigo a casa, te
meto en mi cama, ¿y así me lo agradeces?... ¿Y a dónde vas si ni siquiera sabes
dónde estás?...-.
- Vamos a tranquilizarnos, mañana me
presentas a tu madre, comemos albóndigas y lo que tú quieras pero ahora
durmamos-. Pensó que lo mejor que podía
hacer era calmarse.
La
claridad del alba asomó por la ventana y lo despertó. Ella seguía durmiendo.
Cogió su ropa con el corazón a mil intentando no hacer ruido y que ella despertase. Se metió en el baño y al salir y
enfilar el pasillo sólo esperaba que nadie hubiera cerrado la puerta con llave
la noche anterior, quería salir de allí y olvidar lo que había pasado.
Afortunadamente, la puerta no puso ningún problema. Bajó los tres pisos por las
escaleras y llegó al portal. La puerta no tenía picaporte, era automática y no
encontraba el jodido botoncito de turno. El corazón se le salía del pecho, sólo quería salir de allí. Buscó
por la pared y lo encontró a la derecha por encima de su cabeza. Respiró
aliviado ylo apretó.La puerta se abrió y salió a la calle, se rio
soltando una gran carcajada. Cuando giró la cabeza allí estaba ella con un
gancho de colgar carne en la mano. No pudo reaccionar mientras le atravesaba la
tráquea con él y la sangre salpicaba su camisón celeste. Arrastró el cuerpo
escaleras arriba y lo metió de nuevo en casa. Cerró suavemente…
El reloj daba las dos, había puesto la mesa y se sentó con su madre a almorzar. Mamá
había hecho unas albóndigas enormes y riquísimas con espaguetis. Rebañó el
plato con pan:
-Mamá, esta vez te has superado. Tendrás que
darme la receta algún día. Creo que voy a repetir, ponme más…, están de
muerte.-
Mientras
desde la fuente de espaguetis un ojo la observaba.
Deambulaba por Sunset
Boulevard cuando tropecé con el luminoso del Whisky A- Go-gó. Entré apartando a
la gente con las manos y llegué a la barra. El ambiente estaba cargado de humo,
hacía calor y de fondo, un Hammond entonaba una melodía en espiral... Alguien gritó:"
Father, I want to kill you... Mother,
I want to..." Entonces te vi, de espaldas al público con aquel pantalón de
cuero y todas las chicas gritaban enfervorecidas y querían cogerte el culo. Me
reí y pensé que esa sería mi noche de suerte.
Te giraste hacia el público, entonces me miraste y de tus labios salió:-
“Hello! I love you, won’t you tell me your name, let me
jump in your game…”
La cocina de su apartamento no era demasiado grande. Un par de sillas y
una mesa de madera maciza conformaban el conjunto. Sobre ella, café, tostadas,
mermelada… Desayuno típico de nuestros
domingos con el aliciente de que la mermelada corría por mis muslos mientras él
me comía entera. Yo gritaba de placer sobre aquella mesa, herencia de su
abuela, con su cabeza entre mis
piernas, tirando de su pelo. Levantó la vista
y me miró con la cara embadurnada de una extraña mezcla que me dio a
probar con un beso mientras me penetraba...
Como cada día a las nueve, Maggie esperaba sentada en el banco
de la estación de metro. Por megafonía se escuchaba: “Mind the gap”, avisando a
los pasajeros “cuidado con el hueco”. Sólo estas tres palabras la hacían
estremecer y esbozar una sonrisa al volver a casa. Tras cerrar la puerta,
reaparecía la pesadumbre, el hastío, la tristeza.
Se preparó un té, pan con manteca y corrió la cortina de la
ventana de la cocina. Afuera caía la lluvia londinense desde el cielo gris
plomizo. La casa se le hacía grande, enorme. Hijos ya criados, los nietos, y
sola.
El ratito de la estación era su única alegría. Preparaba con
esmero su cita diaria, se ponía su mejor vestido, el favorito, se perfumaba con
agua de violetas y salía emocionada como una quinceañera. Esperaba sentada a
escuchar la famosa frase por megafonía:”Mind the gap”,y su cara se iluminaba,
resplandecía, la hacía revivir y recordar un pasado hermoso, esa voz tenía algo
que ningún transeúnte sabía, ni sospechaba. Era de Lawrence, su difunto marido
que había sido actor y en los años 70 la prestó a la compañía de transportes
para avisar a los usuarios del metro del peligro entre vagón y andén. Desde su
muerte, la viuda no había faltado ni un solo día a su encuentro.
Pero una mañana, escuchó una voz extraña, desconocida. Volvió a
prestar atención al mensaje pero ya no era Lawrence. Habían cambiado el aviso.
Maggie no entendía nada. Salió desesperada,caminando rápido hacia su casa. Al
cerrar la puerta tras de sí, cogió de la estantería del salón su retrato de
boda, lo limpió con la manga de su cárdigan y soltó un grito. Volvió a mirar la
foto, Lawrence estaba guapísimo con aquel traje azul oscuro. Besó el cristal y
apretó el marco contra su pecho.Preparó té y se sentó en el sofá preferido de
Lawrence sin soltar la foto. Se durmió recordando aquellos días felices.
Lawrence fue a buscarla esa noche. El té se quedó frío en la mesita del salón.
La lluvia golpeaba en la ventana y restos de un
porro se quemaban en el cenicero. El humo dibujaba pequeñas espirales en el
espacio. Dos cuerpos desnudos sobre la cama, escribiendo cartas en tinta de
agua de lluvia, para no olvidar nunca.
Una habitación de paredes desconchadas, de armarios llenos de
polvo y humedad, con olor a salitre, sudor y sexo. El aroma envolvía el
ambiente, envolvía los cuerpos, envolvía las mentes mientras sus ojos se
miraban fijamente intentando adivinar pensamientos. Caricias ebrias de amor,
piel de rosa del desierto, lenguas vertiginosas... Alma de niño escondida en
cuerpo de príncipe.
Y pasan los días, las horas, el reloj y su tic-tac cotidiano…
Yo me quedé allí, en aquella habitación de paredes desconchadas donde el tiempo
era eterno. Donde la lluvia, tú y yo fuimos eternos.
¿Recuerdas nuestro viaje a París? De picnic en la orilla del Sena comiendo queso Brie y brindando por nosotros
con Pinot Noir. Aquellas tardes bohemias
por Montmartre paseando por el boulevard imaginando a Toulouse-Lautrec borracho
de absenta, a Picasso y sus chicas de
Avignon … Visitando la tumba de Morrison, de Wilde… Yo entonando a Piaf y su La Vie en Rose mientras me mirabas y
sonreías. Gritando al mundo desde lo alto de la Torre Eifel y fundiéndome contigo en un beso… Fue el mejor viaje de mi
vida, y todo esto, sin salir de tu cama.